De Ramón, para Carmelo

Querido Carmelo:

Toda la vida juntos. ¡Nos pusimos viejos tan pronto!

No sé si será por verte a diario, desde el cuarenta y cuatro, pero pienso que sigues teniendo los mismos ojos de gato que te delataban jugando a las escondidas. Sigues siendo el mismo de raspones en las rodillas y de bocatas de jamón.

Eres el mismo desde aquella primera cerveza que nos sosegó el miedo y nos convirtió en amigos para siempre.

No has cambiado. Sólo se te ha encorvado la espalda y se te han arrugado los sueños. Pero tampoco puedes tener miedo ahora.

No te escribo esta carta porque me esté muriendo. Ya son ochenta y tres y yo sigo igual de enérgico.

Tampoco te estás muriendo tú. Estate tranquilo. Ya fui a por tus exámenes. Tienes la hemoglobina un poco baja, eso sí, pero nada que no mejore con un zumo de los que hace la Cristina.

¡Qué rápido se hizo mujer la Cristina! Cuando se le soltaba de la mano a la Bartola y corría, con aquel listoncito rosa sobre los buclecitos rubios, yo creía que de tanto correr, llegaría a las estrellas. Pero se estrelló contra la preñez. Y ahora camina lento, estirando su trocito de libertad, antes de clavarse en el bar con el manco, el cojo, el tuerto, pero nunca con el príncipe azul.

Y la Bartola se nos fue tan inesperadamente. ¿Quién creería que una aceituna atarugada en la tráquea vencería a una mujer tan briosa?

Desde la partida de Bartola, ni la Cristina ni el dominó son lo mismo en el Oasis.

Por cierto, ¿a ti también te huele el bar a salitre, o es que a mí la demencia ya me hace alucinar?

Nunca te lo dije, pero, cerca del cincuenta y nueve, cuando bebíamos en la mesita de la esquina, la que Julio rompió con el culo el día que le dijo puta a la Miriam, y ella le soltó la bofetada, ¿Recuerdas? Poco después, la cirrosis se llevó a Julio y tuvimos un año de paz, antes de que mi izquierda y tu derecha se sentaran en nuestras sillas y nos pusieran la efervescencia en la boca. Pero entonces, tampoco tuvimos miedo.

Por esa época, yo miraba las letras que ponían "Oasis", y te miraba a ti, y me imaginaba que éramos dueños de un barco de pesca. No muy grande, nada exagerado. Tú y yo, piratas de parcho en el ojo. Tú y yo, atravesando los mares tormentosos.

Pero, ¿cómo iba a contarte semejante tontería, si no tardarías en llamarme gilipollas?

¿Cómo te iba a decir que no le pagaras a la puta, sólo para que te dejara fumar escondido y tocarle las tetas?

¿Cómo te iba a decir que te olvidaras de Ofelia?

Y a lo mejor tienes razón: "mejor ser un viejo burro que nunca aprendió a leer, que un viejo sin memoria que se hace caca encima".

Es verdad, Carmelo, ahora todo se me olvida. Pero hay cosas que se me quedaron para siempre y que por mucho tiempo intenté lavar, pero me salieron llagas de tanto estrujarme. La verdad es una cicatriz. No se saca con jabón.

La demencia no me hará olvidar nuestra primera cerveza, porque esa noche me viste llorar y me dijiste con tus ojos cuánto te dolía mi herida.

Tampoco se me borrará la niñez de Cristina, porque cuando se le cayó el listoncito al agua, tu mano me rozó en la profundidad. Suficientemente sumergidas para que nadie las viera, y suficientemente visibles en la transparencia del agua, para grabarme tus dedos, en refracción, entrelazados en los míos.

Esta carta es para ti. Para decirte que sé que estás cabreado con la vida porque sientes que no te dio lo que querías. Para decirte que sé que estás cabreado conmigo, porque me crees aplastado por mis escombros. Pero yo sí tuve lo que siempre quise: tus ojos de gato mirando al infinito, justo al lado mío.

Esta carta es para ti, Carmelo, porque no pienso irme a la tumba sin que sepas cuánto te he amado.

Y mañana, cuando te vea, tú disimula. Que a mí seguro se me habrá olvidado que me atreví.

Siempre tuyo,
Ramón.


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